TRAS EL CRISTAL
Estoy aquí sentada, esperando. La penumbra silenciosa de ésta sala aséptica me envuelve en pensamientos tristes. ¿Qué espero?. Tras el cristal cerrado con cortinas de lamas está mi hermana, la pequeña. La figuro inerme, llena de tubos tras una operación incierta en la que le han quitado parte de su cuerpo para intentar, quizá en vano, darle vida. Siento miedo y presiento el suyo. El mío al enfrentarla por primera vez, el suyo al enfrentarse a una nueva vida de enferma, a la soledad de su cama en las largas noches que vendrán con la certidumbre de no saber, a que sus pequeños hijos descubran el miedo plantado en sus ojos. La cortina sube poco a poco y una enfermera me mira con una media sonrisa que yo entiendo de compasión. Me levanto y al acercarme veo mi imagen en el cristal, luego cuando pego la nariz la veo a ella, al otro lado. La figura leve, exangüe bajo la sabana, la cabeza desnuda, los ojos cerrados. Tengo que hacer un esfuerzo para reconocer en ella los rasgos conocidos de mi hermana pequeña. Y al darme cuenta el calor me sube a la cabeza y afluyen a mis ojos y a mi garganta lágrimas de desamparo. Me apartó del cristal y vuelvo a verme desdibujada por las lágrimas y junto a mí ella y la otra, las tres felices y vivarachas al amparo de nuestros padres en la casa familiar. ¡Qué difícil era imaginar ahora esto! La alegría de la niña pequeña, el ojito derecho de papá, a veces envidiada. Los cohetes que anunciarían, al fin, la llegada del añorado chico nunca se dispararon pero mi padre la quiso más, si cabe. Cuando llegaba del campo, al anochecer, sus manos rudas balanceaban dulcemente las maderas rosas de la cuna donde dormía plácidamente mientras la suavidad inusitada de su voz le susurraba al oído carrito de cuatro ruedas que corres por los tejados despierta a María Asunción que tiene el sueño pesado. Y ella como si le estuviera esperando abría los ojitos azules, muy azules y su mirada le buscaba risueña y él se envolvía cada tarde en su encanto. Le encandilaba y encandilaba a todos su lengua de trapo. La misma con la que resumió, en una frase rotunda que habría de quedar para siempre en la memoria familiar, el recibimiento que había tenido en Madrid por parte de la vecinita de mi tía y compañera de juegos en aquel veraneo capitalino, me miró de arriba abajo y me dijo paleta y de pueblo. Juntos, padre e hija, protagonizaron anécdotas delirantes como cuando fueron a buscar caracoles con un cencerro. Alentada por los cuentos de mi padre de que el cencerro de las ovejas haría salir a los caracoles a montones marcharon ambos por las cuestas de Valdeloshuertos felices y contentos y volvió a casa sola y envuelta en un mar de lágrimas cuando mi padre la despachó ante su ímpetu cencerril y la imposibilidad de detener lo que él definió luego como matracada. Fue una de las pocas desavenencias entre ambos en una devoción que se prolongó por años. Cuando mamá después de rebuscar por toda la casa preguntaba ¿alguna de vosotras ha visto las llaves? ella contestaba al instante yo las tengo guardadas al tiempo que introducía la mano, el brazo hasta el hombro en el cántaro del agua que usábamos para beber así no se pierden decía seria y sacaba triunfante las llaves chorreantes. Eran las llaves, los hilos o las agujas, los peines, las tijeras o los zapatos, cualquier cosa de uso cotidiano o no era susceptible de encontrar un hueco recóndito e impensado donde ni la imaginación más disparatada sospechará nunca que pudiera estar. Recuerdo vívidamente a mi madre o mi padre, sentados al borde de la cama donde yo dormía con ella, intentando, con paciencia infinita, sacar de entre su sueño una pista, un dato de donde pudiera encontrarse alguna cosa que había desaparecido y que se requería con necesidad imperiosa y ella siempre, siempre, salía del sueño el tiempo justo para dar la respuesta ante el alivio inmenso de mis padres. Al final todos nos acostumbramos a pedirle las cosas que faltaban y como si fuera un mago las hacia aparecer en los sitios más inverosímiles. Recuerdo también, las tardes de verano, tardes de junio, cuando íbamos a llevar agua fresca a papá a La Ra y merendábamos con él bajo los árboles. Árboles cargados de frutos que él mimaba. Árboles que había plantado uno a uno. Cerezos llenos de vida que eran su orgullo y nuestro deleite. Después de merendar, ella con la tripa llena se quedaba dormida bajo un cerezo mecida por el murmullo dulce de las hojas. Mientras nosotras, las mayores, corríamos entre el laberinto de troncos buscando caracolas para los patos o flores silvestres y papá trepaba por las ramas como un gato y cogía una a una las cerezas rojas, brillantes y jugosas hasta llenar la cesta. Eso fue así mientras él, papá, estuvo. Luego la arboleda se descuido, los troncos se llenaron de musgo y algunos se secaron. Nunca más volvimos juntas a pasar la tarde bajo los cerezos. Siempre deprisa arrancar los frutos a puñados para marchar corriendo. Cada una hizo su vida, sus amores, sus hijos.... Me tocan en el brazo, suavemente. Me sobresalto y la enfermera se excusa con timidez. Puede pasar a verla, sólo un momento... Es mejor que no hable añade. Asiento y echo un vistazo tras el cristal pidiendo quizás ayuda ¿pero a quién? Ella está igual, los ojos cerrados, esperando. Me acercó a su cama con la sonrisa a flor de piel y las lágrimas empañando mis ojos. Está llena de tubos y sólo me atrevo a coger su mano inerte sobre la sabana. Abre los ojos azules que se velan al instante por el agua y me sonríe levemente. Y entonces sí, al ver sus ojos reconozco a mi hermana pequeña, la misma que dormía hace tanto tiempo bajo el cerezo en la arboleda. Aprieto su mano con fuerza y mis labios rozan suavemente su mejilla y luego al oído, como si fuera papá, le susurro muy quedo volveremos a comer cerezas juntas en La Ra, cuando te pongas buena. Y siento una leve presión en mi mano mientras de sus ojos azules saltan dos gordas gotas de agua.
lunes, 09 de julio de 2012 a las 10:57
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EL CABALLO DEL ESPARTERO
Se me pierden en la memoria los días en los que bajaba a Logroño desde el pueblo. Era un día largo que comenzaba de madrugada. Mi madre no conseguía, ni siquiera con la promesa de un día sin escuela, arrancarme del calor de las sabanas. Al fin, llegaba mi padre, metía la mano bajo las mantas y me hacia cosquillas en los pies. Venga, corre que vas a ver al caballo del Espartero. Aquellas palabras tenían para mí un efecto mágico. Cuando mi padre iba a Logroño, muy de vez en cuando, siempre nos traía un paquete de caramelos de la Vda. de Solano. A mi hermana pequeña le decía que el caballo del Espartero tenía unas alforjas llenas de golosinas. Yo sabía que no era cierto, era una mentirijilla para pequeños. Pero& no estaba tan segura y por eso saltaba de la cama al oírle. Amanecía en el Ventorro mientras esperábamos al autobús que bajaba de Burgos. Era un autobús frío, desvencijado y lento que llevaba unos pocos pasajeros. Jesús, el cobrador, conocido de la familia a fuerza de llevar paquetes a mi tía la de Burgos, nos recibía en las escalerillas y nos cobraba los billetes que llevaba en una cartera de cuero marrón atada a la cintura. El viaje era pesado. Cada pueblo, una parada. Y en todos se subía gente. A menudo Jesús se subía al techo a dejar bultos o maletas. Y el silencio se convertía en un murmullo de conversaciones constantes, en una algarabía de saludos cada vez que montaba alguien porque todos eran conocidos de una forma u otra y se preguntaban por las familias y amigos. En Logroño, Jesús mandaba parar al chofer para que se bajaran más cerca de su destino los que iban cargados. Ya en la estación, bajábamos andando al ambulatorio. En las salas grandes, atestadas de gente volvíamos a encontrarnos con conocidos y esperábamos pacientemente a que llegará nuestro número. La consulta la recuerdo corta, apenas unos pocos minutos. El médico, de pocas palabras, me mandaba sentarme en un taburete. Me miraba los ojos con una linterna, luego las gafas metálicas. Mira al frente decía.Dime por donde está abierto, arriba, derecha, abajo, izquierda. Muy bien. Vale Extendía un papel y sin más nos íbamos. Después, rápidamente al Espolón y allí en los soportales, donde estaba y está el Ibiza, otra consulta, ésta privada y a veces con el mismo médico que me había visto en la Seguridad Social. Allí la sala de espera estaba desierta, silenciosa. En la consulta, siempre en penumbra, el médico miraba mis ojos en muchos aparatos. Mi madre preguntaba con insistencia ¿será hereditario doctor?¿perderá tanta vista como yo? Y el médico hablaba, hablaba pero no decía ni sí ni no. Solo repetía al irnos que haga los ejercicios todos los días Y mi madre siempre se iba insatisfecha, con la duda de sí ella sería culpable de que su hija, no solo necesitará gafas sino de que cada vez fueran más gordas. Ya en la calle yo preguntaba por El Espartero pero mi madre no tenía tiempo que perder y me llevabas deprisa y sin contemplaciones a la plaza de Abastos y a las tiendas de Portales a hacer compras.Eso son tonterías de tu padre, decía. Al llegar a casa yo llevaba la decepción reflejada en la cara cuando mi padre me preguntaba ¿Qué, has visto al caballo del Espartero? mientras mi hermana nos rebuscaba los bolsillos. Por eso tengo en la memoria, a pesar de los años, el día que mi padre me hizo cosquillas en los pies y me preguntó ¿Quieres que vayamos los dos a ver el caballo del Espartero? Salté de la cama y me abrace a él. Era primavera y había amanecido cuando llegamos al Ventorro. La noche anterior había llovido y nos costo tanto subir por los caminos embarrados que casi perdemos el autobús. Tuvieron que esperar a que nos limpiáramos los zapatos en las hierbas de las orillas. Todo fue como las otras veces, pero cuando salimos de la consulta cruzamos la calle y nos adentramos entre los árboles de la plaza y allí, justo en el medio, colgado sobre una columna, negro, altivo, recortado contra el cielo azul de aquella mañana brillante estaba él. Me pareció grandísimo, casi me dio miedo y me agarré con fuerza a la mano de mi padre. Las palomas se posaban en su cabeza y en la cabeza del jinete que sujetaba las riendas y solo se oía el murmullo del agua bajo sus patas. Me acordé entonces de las alforjas pero no dije nada no fuera a notar mi padre que acaso también yo creyera en ellas. Tampoco le dije que lo que más me fascinó, más que el caballo, fue la hermosa fuente que lanzaba finos hilillos de agua en un rumor continuo ante la impenetrable mirada de los leones. Mira, dijo mi padre, ¿sabes por qué es famoso este caballo? ¿Ves esos dos bultos que tiene entre las patas? Sí, pues son demasiado grandes y por eso se dice Tienes más huevos que el Caballo del Espartero. No sé si lo entendí entonces y nunca más volví a fijarme en los atributos del caballo pero treinta y tantos años después he vuelto con mi hija una mañana de primavera como aquella y le he enseñado los dos desmesurados, admirados y famosos bultos que tiene entre sus patas el caballo del Espartero. Aquel día, de hace tantos años, nos fuimos a comer a La Bombilla, en una mesa cuadrada para dos. Quizás era la primera vez que comía en un restaurante. Pedí pollo asado, lo recuerdo bien. Me sirvieron medio pollo y mi padre alabó lo bien que había sabido elegir y yo me sentí muy bien. Luego nos detuvimos a hablar con una mujer, la María de Quilin, que tenía una casetita de madera azul donde vendía chucherías. Estaba al borde de unas escaleritas, quizá donde el Tivoli. Era del pueblo. La casita era tan pequeña que pensé que si engordaba no podría salir de allí. Hablaron del pueblo. Ella preguntaba por la familia y amigos. Mandaba recuerdos. Tenía al marido enfermo y echaba de menos todo lo de allí. Me regaló un cisne grande de plástico duro, transparente con adornos azules como la casetita, con miles de confites chiquititos de colores. Camino de la estación bordeamos el Espolón. Entre los árboles adiviné la enhiesta figura y en el alboroto de la ciudad el sonido melodioso del agua se fue perdiendo poco a poco. Del bolsillo de la americana de mi padre sobresalía la puntita de un paquete de caramelos de Solano.
viernes, 15 de junio de 2012 a las 0:18
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AMANECE
Una oscura cortina lo cubre todo. Parece la boca de un lobo, piensa, mientras los ojos absortos, doloridos, intentan escrutar las sombras petrificadas, como fantasmas inmóviles que le acechan y amenazan haciéndole sudar de miedo en un instante eterno. Al rumor monótono de agua continua se le une el canto apasionado de un ruiseñor invisible, rompiendo el silencio de la noche. A la derecha una leve claridad agujerea la tupida cortina y unos pocos rayos rojos tiñen el pequeño hueco de añil. Lentamente el rojo intenso va cubriendo el horizonte. Y un disco de fuego como un gran ojo ardiente asciende de la tierra derritiendo poco a poco la oscuridad. Y al calor de su luz descubre, atónita, que las sombras que creía acechantes y fantasmales, no lo son sino en su mente. Los azules y añiles van dando paso a los rojos, naranjas y amarillos y el alboroto de pájaros se hace ya escándalo. El ojo redondo y amarillo asciende y la explosión de colores estalla ante sus ojos asombrados. Al fondo la bruma desdibuja los contornos azulados de los Montes Obarenes. Las Peñas de Cellorigo lucen arrogantes y desvergonzadas su desnudez de siglos. En el tajo a cuchillo de La Hoz, la niebla se cuela cual viajero en tren de larga cola. El verde exuberante de los campos recién nacidos se alterna con hileras interminables de cepas secas por cuyas heridas sangrantes brota la vida nuevamente. Cerezos y almendros como suaves bolitas de algodón rompen la monotonía. Frente a ella el jardín alegre y silencioso guarda tras sus muros tallados a cincel el vetusto sillón de piedra testigo mudo de amores arrebatados y sofocados por cientos de macizos de lilas que revientan e inundan con su aliento perfumado el pequeño y silencioso cementerio cercano lleno de cipreses como estatuas vigilantes que compiten con la esbelta torre de la iglesia donde el cigueño y la cigüeña se cortejan como cada primavera y su crocoteo amoroso resuena al compás de los latidos esperanzados de su corazón.
jueves, 14 de junio de 2012 a las 23:15
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LA GALLINA DORADA
La luz del sol entra por la ventana amortiguada por una espesa cortina de polvo e incide tenuemente sobre ella en la pequeña jaula donde ha pasado toda su vida, suavizando el color de su plumaje que brilla con la intensidad del oro bajo las fluorescentes que penden del techo. Frente a ella, separadas por un estrecho pasillo grandes jaulas de acero inoxidable cuelgan de las paredes. Dentro cientos de gallinas se alinean pegadas unas a otras sin espacio para mover más que la cabeza de arriba a abajo. Un montón de plumas rojas y deslucidas que en nada tienen que ver con ella o con la imagen de ella que reflejan los carteles que hay colgados por todo el corral. Recuerda cuando hace unos días vinieron unos hombres con el amo, le iluminaron con potentes focos que despedían tanto calor que estuvo a punto de dormirse, colocaron grandes paneles amarillos que hacían la luz más agradable y le hicieron un montón de fotos como si fuera una artista. Unos días después trajeron muchos carteles que pegaron por las paredes. En ellos estaba ella dorada, altiva, elegante. No en la jaula sino sobre un campo verde, con montañas a lo lejos, un sol que no había visto nunca y sentada sobre un montoncito de paja brillante y amarilla. A su lado una cestita de mimbre con hermosos y grandes huevos rojos. Debajo unas grandes letras doradas decían LA GALLINA DORADA y luego más letras, pero no le alcanzaba la vista. Ella ahueco orgullosamente sus plumas. Enfrente, al silencio necesario para asimilar lo que veían le siguió un griterío espantoso. ¡MENTIROSA!, ¡MENTIROSA!, cacareaban todas. Ella no movió el gesto, ni una pluma, se mantuvo fría, arrogante frente a ellas. Les compadeció, ¡pobres! Allí tan apretujadas, con las plumas hechas un desastre, dedicadas a comer y poner huevos cada día. Eso era cierto, los huevos no eran suyos. No tenía ni idea de donde habían salido, no los había visto nunca. Es más, jamás puso uno. Poner huevos suponía un esfuerzo terrible, era una amenaza para su plumaje, para su brillo y su color. Y si lo perdía se vería condenada a la jaula grande, al apretujamiento, a la vida miserable de una gallina cualquiera. Mientras, al frente seguía el alboroto. Algunas gallinas ofendidas por la altanería de la gallina dorada y por la ofensa de las fotos, decidieron no poner más huevos. Otras muchas se unieron a ellas. La gallina dorada sabe cuando entra el amo en el corral. Si tras los sucios cristales la luz se va tornando más roja ella se acicala. Ni una pluma fuera de lugar, la postura elegante, engreída, cuidada. El amo limpia los excrementos, llena los comederos y bebederos y recoge los huevos en grandes cestas de mimbre. Sin embargo en los últimos días sólo llena la mitad de las cestas. El silencio llena el corral. Duermen todas. Un ruido brusco e inesperado la despierta. Apenas si tiene tiempo de ver la claridad azulada tras los cristales. La jaula se abre y sin contemplaciones, bruscamente, diría ella, una fuerte mano le agarra por el cuello y le arroja dentro de un saco. Primero la oscuridad, el golpe contra el suelo y luego un tremendo susto. Le late el corazón alocadamente. Los golpes del saco contra el suelo le revuelven las plumas, las nota dobladas, incluso rotas. Pero ahora no importa ¿quién le ha cogido?, ¿le cortarán el cuello como ha oído que hacen a algunas? No puede ser. El amo siempre dice la necesito, le sonríe, es amable con ella. Por fin cesa el movimiento y con un golpe seco cae al suelo. La claridad le deslumbra y a través de las lágrimas o de las gotas de sudor, quien sabe, que le empañan los ojos, vuelve a ver la cara del amo. Quizás por la costumbre, y a pesar de que le tiemblan las patas hace un esfuerzo por recuperar su apostura de siempre. Aunque para cuando lo consigue el amo ya ha salido, sin mirarla. Hecha un vistazo alrededor. Es un cobertizo amplio, limpio y con herramientas muy bien ordenadas. La luz entra por una amplia ventana situada a media altura a la que se alza en un vuelo corto. Desde el alfeizar ve por primera vez en su vida el exterior. Es el mismo paisaje que había en la foto. Las montañas al fondo, la hierba verde y fresca, el sol sobre un cielo azul que le acaricia las doradas plumas a través de los cristales. Más doradas que nunca, piensa, más que con aquellas luces que le abrasaban de calor el día de la foto. Otro vuelo corto y ya esta en el suelo. Es libre para volar, para mirar por la ventana, para hacer lo que quiera. Huele bien, no ese olor asfixiante a excrementos. Ella será más limpia. Nada de desahogarse en cualquier sitio. Busca con la vista el rincón más alejado y entonces repara en una caja cuadrada que antes no ha visto. Se acerca, está vacía pero ¿Y comida? Mira y mira por todos los rincones pero apenas encuentra unas briznas de paja, algunos granitos de trigo olvidados y nada más. Se sube a la ventana. El sol va cayendo lentamente hacia el horizonte. Es una delicia estar allí, ¡qué gusto! Sin embargo todavía está asustada. No puede dejar de pensar en el amo ¿Por qué le ha tratado así? No puede estar sentada y da pequeños pasitos sin rumbo a lo largo del alfeizar mientras su mirada vaga por el exterior. Desde algún lugar le llega el cacareo más estridente de las gallinas ponedoras. Se detiene. Ya está ahí el amo con la comida, se dice. Ahora recogerá los huevos. ¡Huevos! Un huevo. ¡Qué tonta! ¡Como no se le ha ocurrido antes! Cuando venga el amo también ella tendrá uno. Salta rápidamente al suelo, se sienta dentro de la caja y espera. Espera hasta que nota que algo intenta salir de su cuerpo y aprieta con todas sus fuerzas hasta quedarse sin respiración. Las plumas se le han pegado al cuerpo sudoroso por el esfuerzo. Se levanta, mira el huevo rojo y gordo y bate las alas con orgullo. Se alza nuevamente a la ventana. Se ha hecho de noche. Fuera todo está en tinieblas. Ni una luz. Nada. Presta atención... Ya no se oye ni siquiera el cacareo de sus compañeras. Sigue escrutando la oscuridad durante horas sentada y quieta.
jueves, 14 de junio de 2012 a las 19:26
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Eran otros tiempos
Hoy he pedido a mi madre que salga a pasear conmigo por su pueblo. Quiero que me explique como ha cambiado desde que ella lo recuerda. Mejor hubiera sido mi abuelo, él hubiera sabido mejor explicármelo, pero murió hace unos años, cuando yo era pequeña. Hoy es su cumpleaños. Haría 80 años. Es una mañana soleada de otoño. Caminamos hacia las afueras del pueblo. Dice mi madre que aquí había siempre muchos árboles, chopos en las orillas de loa arroyos, álamos y especialmente muchos, muchos frutales: cerezos, perales, manzanos, ciruelos, hasta zurbales que dan un fruto que se llama zurba. Son unas bolitas verdes que van madurando, se ponen marrones y caen al suelo. Se comen abriéndolas la piel y sale como una crema amarilla. A mí no me gustaban pero a mi madre sí. Son muy astringentes. Aquí en este pueblo solo quedaba un zurbal. Estaba en nuestra viña. Era grandísimo, pero estropeaba la viña y mi tía lo arranco. El tronco gordo y con raíces retorcidas está en el merendero de casa de mi abuela para hacer una mesa. De los árboles que dice mi madre apenas queda ninguno. Todo son extensas viñas y grandes fincas de cereal. Dice mi madre que cuando hicieron la parcelaria vinieron palas mecánicas que lo allanaron todo, suavizaron los montes y arrancaron todos los árboles. Ahora subimos por un ancho camino de grava. Mi madre recuerda cuando subía por aquí con su padre en un burro a coger melocotones e higos. Antes el camino era más estrecho, más empinado y el suelo lleno de surcos de las ruedas de los carros. Antes no había tractores. Se labraba, se acarreaba con carros tirados por mulas o bueyes. Al principio solo había un tractor, era el de la cooperativa, lo conducía mi abuelo. Luego los más ricos se compraron el suyo. Luego todos. Y las mulas fueron desapareciendo al mismo ritmo que aparecían los tractores. El burro a veces se paraba y se negaba a seguir hasta que mi madre no se bajaba. Él mandaba. A un lado hay un arroyo seco pero antes tenía muchas agua y estaba bordeado de chopos. De las higueras y melocotonales no queda ni rastro. Apenas si se ven algunos árboles diseminados aquí y allá. Hemos llegado a lo más alto del camino. Al frente están los montes de Cellorigo, a nuestra espalda el pueblo y a un lado la Sierra de la Demanda. San Lorenzo tiene nieve. Los campos están recién sembrados y las viñas tienen toda la gama de los ocres en sus hojas. Solo algunos pabellones de bloques de cemento desentonan con las casas de piedra. Destaca al fondo la torre de la iglesia. Hoy no está la cigüeña, ni siquiera hay nido. Pero antes, cuando mi madre era pequeña si la hubo. Llegaba en San Blas y se iba con los primeros fríos. En sus idas y venidas para buscar comida mi abuelo decía ya ha vuelto la cigüeña, ya marcha la cigüeña era como un habitante más del pueblo, recuerda mi madre. Es como si dijera ahí va fulana, ya viene citana. Pero un día alguien pensó que el nido afeaba la torre o quizás que su peso la hacia peligrar, el caso es que lo tiraron y la cigüeña cuando volvió se encontró sin casa y se fue, quizás se busco otra torre o quizás murió, quién sabe. En un pequeño valladar a la izquierda hay un basurero: frigoríficos, lavadoras, sofás, escombros... A su lado unos almendros sin hojas esperar la primavera para vestirse de blanco. Ahora cada vez ocurre antes debido a que los inviernos cada vez son más cortos y más suaves. Y todo lo que alcanza la vista viñas y más viñas. Hemos visto cruzar un ciervo. Corría por un monte para arriba hasta perderse. Dice mi madre que hay muchos y que en primavera se les ve con sus crías saltar por los montes. Y también una vez la primavera pasada vio una perdiz con siete crías que la seguían en fila india. Antes había muchas perdices porque había más monte y no había cosechadoras que destruyeran los nidos ni tantos productos químicos en la tierra y en el agua. También hay conejos. Mi padre mató una liebre con el coche un día y la trajo a casa. Pero mi abuela dijo que estaban enfermas y que era mejor no comerla. Así que la tiramos. Tenía la carne negra. Antes nevaba mucho y mi abuelo tenía que hacer camino para salir de casa y llevar a mi madre y a mis tías a la escuela. Las llevaba a políncas tapadas con mantas porque hacía mucho frío. Y dice mi madre que bajaba algún zorro del monte, y el abuelo decía: vaya esta noche se ha comido el zorro una gallina. Mis abuelos tenían en casa cerdos, gallinas, conejos, una cabra y dos chivillos. La cabra cada mañana iba al monte con el pastor que había en el pueblo y por la noche el pastor pasaba por el pueblo y cada cabra se iba quedando en su casa y esperaba en la puerta hasta que la abrían, y luego mi abuela la ordeñaba, y mi madre y mis tías se tomaban la leche. Y yo le digo a mi madre: eran otros tiempos.
jueves, 14 de junio de 2012 a las 19:18
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